La fórmula de la Consagración
Es innegable su relación con otras ya usadas en dos ocasiones extraordinarias: al terminar la procesión del Congreso Eucarístico Nacional de Valencia, en noviembre de 1893, y la del Congreso Eucarístico Internacional en Madrid en junio de 1911. Ambas fórmulas le fueron presentadas al Rey, quien escogió una adaptación de la de Valencia con algunos retoques personales compatibles con otras sugerencias aducidas por algunos. El texto mismo de la Consagración leída por el Rey es la siguiente:
"Corazón de Jesús Sacramentado, Corazón de Dios-Hombre, Redentr del Mundo, Rey de Reyes y Señor de los que dominan:
España, pueblo de tu herencia y de tus predilecciones, se postra hoy reverente ante este trono de tus bondades que para Ti se alza en el centro de la península. Todas las razas que la habitan, todas las regiones que la integran, han constituido en la sucesión de los siglos y a través de comunes azares y mutuas lealtades esta gran patria española, fuerte y constante en el amor a la Religión y en su adhesión a la Monarquía.
   Sintiendo
 la tradición católica de la realeza española y continuando gozosos la 
historia de su fe y de su devoción a Vuestra Divina Persona, confesamos 
que Vos vinisteis a la tierra a establecer el reino de Dios en la paz de
 las almas, redimidas por Vuestra Sangre y en la dicha de los pueblos 
que se rijan por vuestra santa Ley; reconocemos que tenéis por blasón de
 Vuestra Divinidad conceder participación de Vuestro Poder a los 
Príncipes de la tierra y que de Vos reciben eficacia y sanción todas las
 leyes justas, en cuyo cumplimiento estriba el imperio del orden y de la
 paz.
   Vos
 sois el camino seguro que conduce a la posesión de la vida eterna: luz 
inextinguible que alumbra los entendimientos para que conozcan la verdad
 y principio propulsor de toda vida y de todo legítimo progreso social, 
afianzándose en Vos y en el poderío y suavidad de vuestra gracia, todas 
las virtudes y heroísmos que elevan y hermosean el alma.
   Venga,
 pues, a nosotros tu Santísimo Reino, que es Reino de justicia y de 
amor. Reinad en los corazones de los hombres, en el seno de los hogares,
 en la inteligencia de los sabios, en las aulas de la Ciencia y de las 
Letras, y en nuestras leyes e instituciones patrias.
   Gracias,
 Señor, por habernos librado misericordiosamente de la común desgracia 
de la guerra, que tantos pueblos ha desangrado; continuad con nosotros 
la obra de vuestra amorosa providencia. Desde estas alturas que para Vos
 hemos escogido, como símbolo del deseo que nos anima de que presidáis 
todas nuestras empresas, bendecid a los pobres, a los obreros, a los 
proletarios todos para que en la pacifica armonía de todas las clases 
sociales, encuentren justicia y caridad que haga más suave su vida, mas 
llevadero su trabajo.
   Bendecid
 al Ejército y a la Marina, brazos armados de la Patria, para que en la 
lealtad de su disciplina y en el valor de sus armas sean siempre 
salvaguardia de la Nación y defensa del Derecho. Bendecidnos a todos los
 que aquí reunidos en la cordialidad de unos mismos santos amores de la 
Religión y de la Patria, queremos consagraros nuestra vida, pidiéndoos 
como premio de ella el morir en la seguridad de Vuestro Amor y en el 
regalado seno de Vuestro Corazón Adorable. Así sea."
Tal fue aquel acto de trascendencia indiscutible, motivo de alabanzas y de criticas según las diversas actitudes personales y de grupo. Consta ciertamente que al mismo Rey quisieron primero disuadirle de llevarlo a efecto, y luego forzarle a su anulación (por compromisos masónicos) para garantizar su trono. Lo que nadie puede discutir en su carácter valiente (sobre todo si fue un rasgo espontáneo) no sólo al autorizarlo con su presencia, sino al hacerlo él mismo personalmente, ya que había sido consagrado desde niño al Corazón de Cristo y llevaba desde entonces su imagen al cuello. Si en aquella ocasión solemne de la Consagración, en el mismo salón del trono, cuando el Congreso Eucarístico de 1911, fue ya un gesto muy suyo permitirlo y presenciarlo, hubiera parecido menos digno delegar en otro en ocasión tan extraordinaria como ésta.

 


 
 
